"MACHADO FERNANDO DARIO - PENROZ CARLOS RUBEN S/ ESTAFA Y OTRAS DEFRAUDACIONES" / Tribunal de Impugnación

Por: Colaborador(es): Tipo de material: TextoTextoDescripción: 48 p. pdf 309 KBISBN:
  • N° 16/18
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1. “La doctrina de la arbitrariedad de sentencias requiere para su procedencia de un apartamiento inequívoco de la solución normativa o una absoluta falta de fundamentación que descalifique la sentencia apelada como acto jurisdiccional válido, o cuando se ha omitido manifiestamente la indispensable fundamentación conforme a las circunstancias de la causa, o cuando se ha soslayado la consideración de cuestiones que resultaban necesariamente conducentes y relevantes para admitir o no la pretensión. Queda de lado el acierto o error de la decisión recurrida” (Lorenzetti, Ricardo L., “Teoría de la decisión judicial”, edit. Rubinzal-Culzoni, Sta. Fé, edic. 2006, págs. 211/2).
2. La circunstancia de existir un testigo único (si éste fuera el caso) no impide la adecuada reconstrucción histórica del hecho ni, tampoco, la atribución de autoría. Resulta innecesario contar, en el marco valorativo de la prueba a través de la sana crítica racional, con la declaración de un número determinado de testigos. El adagio “testis unus, testis nullus” no tiene receptación en el ordenamiento procesal penal vigente. “La singularidad del testigo no es un obstáculo para conformar una prueba válida si la sinceridad emana de su relato y de las respuestas lógicas y coherentes dadas ante un exhaustivo interrogatorio, y más aún si la impresión subjetiva reposa en elementos objetivos tales como la credibilidad del discurso y las consideraciones razonables al interrogatorio que puso a prueba su verosimilitud…” (CNCP, S. III, “Barsanti, A. M.”, c. 708/10, res. 17/5/2010). Tampoco el valor de ese testimonio sufre merma “per se” porque provenga de quien ha sido víctima del hecho sobre el que depuso. Esa declaración es prueba directa admisible como prueba de cargo y es, por ende, lícita y suficiente para enervar la presunción de inocencia.
3. Lo exteriorizado por Penroz y su ocasional acompañante en las tratativas y actos conclusivos de la operación comercial va más allá, excede, la simple mentira. Se ha montado una apariencia de solvencia económica (vbgr. con manifestación de múltiples vínculos y contrataciones con empresas dedicadas a un rubro como el del petróleo y exhibición de bienes costosos) y de buena fe negocial (por ejemplo, realización de firmas en una escribanía, ámbito que naturalmente llama a la confianza de los ciudadanos), justamente para ganarse la confianza, hacer caer en error a la víctima y que no alcance a percatarse del designio, desde un primer momento espúreo e ilícito, que perseguía Penroz y su compañero. A ello se suma la invocación incluso una empresa existente (aunque luego no se “obligara” por ella contractualmente sino a título personal), lo que exhibe dolo defraudatorio, aún en los términos de la doctrina más exigente, aquella que adscribe a la llamada tesis restrictiva del engaño típico, que requiere la llamada mise en scene, esto es el despliegue de artificios o actos materiales externos que impliquen una escenografía del fraude. No obstante, a estar a la redacción del tipo penal en el que fue subsumida la conducta de Penroz (art. 172 del C.P.), sólo basta que el actuar incriminado sea susceptible para engañar a una persona, sin que importe la entidad o aparatosidad de la maniobra (cfr. Buompadre, Jorge Eduardo; “Estafas y Otras Defraudaciones”, Lexis Nexis, Bs. As., 2005, págs. 44/5).
4. La firma del contrato locativo operó evidentemente como anzuelo; en otros términos, como medio para hacer incurrir en error a Copado y que éste entregara la posesión de su costosa máquina. No es admisible en el contexto dado la teoría de la mutación de la locación por una compraventa; no sólo porque los creíbles dichos de la víctima Copado niegan férreamente tal posibilidad (es altamente factible que se usara para plasmar un negocio de ese objeto papeles en blanco que reconoce haber suscripto), sino porque resulta incomprensible a la luz de máximas de experiencia y, sobre todo, sentido común. En este sentido no puede evadirse el interrogante de cómo una máquina de un valor de mercado que el hombre común sabe que es altísimo y que Copado la adquirió para comenzar con una incipiente pyme puede, realmente, ser vendida por tan sólo el equivalente a seis meses de alquiler (unos por demás escasos doscientos mil pesos). La entrega de la máquina concomitante a la firma de un contrato de locación que, sin perjuicio de su ropaje de legalidad, fue concebido por el victimario como el medio para lograr que la máquina estuviera en sus manos y así darle un destino bien distinto al del mero uso que implicaba aquel convenio. Cabe acotar aquí que el que no haya aparecido el bien locado a la fecha nada agrega a la delictuosidad. El delito de estafa se consuma instantáneamente con la recepción y disponibilidad del objeto del fraude, no correspondiendo considerar la posterior restitución de lo defraudado, ni un eventual resarcimiento posterior, pues nada de ello alcanza para enervar el acto delictivo.
5. La información aportada por María Jimena Pintos y Martín Giordano, ponderada en conjunto con la entregada por Sergio Copado, proyecta naturalmente -tal como lo decidió la a quo- a la aseveración que también en este caso hubo una puesta en escena orientada a engañar para producir error y provocar la disposición patrimonial perjudicial. Esto, más allá de que la norma de fondo tipificante de la estafa no requiere expresamente, como en otras legislaciones, tal puesta en escena, limitándose a exigir el registro de -entre otros extremos enumerados no taxativamente- calidad simulada o apariencia de bienes, crédito, empresa, etc., culminando la redacción de la norma (art. 172 del C.P.) con un giro por demás amplio o abierto: “o valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”.
6. Respecto de la inidoneidad del ardid para configurar el delito de estafa al que alude la defensa, menester es señalar que a estar por el resultado obtenido (firma del contrato de locación y entrega contemporánea de la máquina) los comportamientos comprensivos de la maniobra fueron por demás efectivos. La defensa pregona sobre el particular que aquella suscripción del documento y disposición patrimonial sólo pudieron verificarse por la negligencia en que incurrió la víctima. Entiendo que el despliegue de actividad engañosa que trascendió a los damnificados, sobrepasando los límites ordinarios de protección. Para ambos casos materia de juzgamiento e impugnación, hago míos los términos de calificada doctrina cuando reza: “Se trata, en el evento, de un sujeto pasivo concebido con el alcance de persona de nivel normal con relación a la órbita donde se desarrolla el engaño y que se ve superado por la propia trama ardidosa del agente” (cfr. Sproviero, Juan H.; “Delitos de Estafas y otras Defraudaciones”, ed. Ábaco, Bs. As., 2° edic., 1998, T° 1, pág.61).
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1. “La doctrina de la arbitrariedad de sentencias requiere para su procedencia de un apartamiento inequívoco de la solución normativa o una absoluta falta de fundamentación que descalifique la sentencia apelada como acto jurisdiccional válido, o cuando se ha omitido manifiestamente la indispensable fundamentación conforme a las circunstancias de la causa, o cuando se ha soslayado la consideración de cuestiones que resultaban necesariamente conducentes y relevantes para admitir o no la pretensión. Queda de lado el acierto o error de la decisión recurrida” (Lorenzetti, Ricardo L., “Teoría de la decisión judicial”, edit. Rubinzal-Culzoni, Sta. Fé, edic. 2006, págs. 211/2).

2. La circunstancia de existir un testigo único (si éste fuera el caso) no impide la adecuada reconstrucción histórica del hecho ni, tampoco, la atribución de autoría. Resulta innecesario contar, en el marco valorativo de la prueba a través de la sana crítica racional, con la declaración de un número determinado de testigos. El adagio “testis unus, testis nullus” no tiene receptación en el ordenamiento procesal penal vigente. “La singularidad del testigo no es un obstáculo para conformar una prueba válida si la sinceridad emana de su relato y de las respuestas lógicas y coherentes dadas ante un exhaustivo interrogatorio, y más aún si la impresión subjetiva reposa en elementos objetivos tales como la credibilidad del discurso y las consideraciones razonables al interrogatorio que puso a prueba su verosimilitud…” (CNCP, S. III, “Barsanti, A. M.”, c. 708/10, res. 17/5/2010). Tampoco el valor de ese testimonio sufre merma “per se” porque provenga de quien ha sido víctima del hecho sobre el que depuso. Esa declaración es prueba directa admisible como prueba de cargo y es, por ende, lícita y suficiente para enervar la presunción de inocencia.

3. Lo exteriorizado por Penroz y su ocasional acompañante en las tratativas y actos conclusivos de la operación comercial va más allá, excede, la simple mentira. Se ha montado una apariencia de solvencia económica (vbgr. con manifestación de múltiples vínculos y contrataciones con empresas dedicadas a un rubro como el del petróleo y exhibición de bienes costosos) y de buena fe negocial (por ejemplo, realización de firmas en una escribanía, ámbito que naturalmente llama a la confianza de los ciudadanos), justamente para ganarse la confianza, hacer caer en error a la víctima y que no alcance a percatarse del designio, desde un primer momento espúreo e ilícito, que perseguía Penroz y su compañero. A ello se suma la invocación incluso una empresa existente (aunque luego no se “obligara” por ella contractualmente sino a título personal), lo que exhibe dolo defraudatorio, aún en los términos de la doctrina más exigente, aquella que adscribe a la llamada tesis restrictiva del engaño típico, que requiere la llamada mise en scene, esto es el despliegue de artificios o actos materiales externos que impliquen una escenografía del fraude. No obstante, a estar a la redacción del tipo penal en el que fue subsumida la conducta de Penroz (art. 172 del C.P.), sólo basta que el actuar incriminado sea susceptible para engañar a una persona, sin que importe la entidad o aparatosidad de la maniobra (cfr. Buompadre, Jorge Eduardo; “Estafas y Otras Defraudaciones”, Lexis Nexis, Bs. As., 2005, págs. 44/5).

4. La firma del contrato locativo operó evidentemente como anzuelo; en otros términos, como medio para hacer incurrir en error a Copado y que éste entregara la posesión de su costosa máquina. No es admisible en el contexto dado la teoría de la mutación de la locación por una compraventa; no sólo porque los creíbles dichos de la víctima Copado niegan férreamente tal posibilidad (es altamente factible que se usara para plasmar un negocio de ese objeto papeles en blanco que reconoce haber suscripto), sino porque resulta incomprensible a la luz de máximas de experiencia y, sobre todo, sentido común. En este sentido no puede evadirse el interrogante de cómo una máquina de un valor de mercado que el hombre común sabe que es altísimo y que Copado la adquirió para comenzar con una incipiente pyme puede, realmente, ser vendida por tan sólo el equivalente a seis meses de alquiler (unos por demás escasos doscientos mil pesos). La entrega de la máquina concomitante a la firma de un contrato de locación que, sin perjuicio de su ropaje de legalidad, fue concebido por el victimario como el medio para lograr que la máquina estuviera en sus manos y así darle un destino bien distinto al del mero uso que implicaba aquel convenio. Cabe acotar aquí que el que no haya aparecido el bien locado a la fecha nada agrega a la delictuosidad. El delito de estafa se consuma instantáneamente con la recepción y disponibilidad del objeto del fraude, no correspondiendo considerar la posterior restitución de lo defraudado, ni un eventual resarcimiento posterior, pues nada de ello alcanza para enervar el acto delictivo.

5. La información aportada por María Jimena Pintos y Martín Giordano, ponderada en conjunto con la entregada por Sergio Copado, proyecta naturalmente -tal como lo decidió la a quo- a la aseveración que también en este caso hubo una puesta en escena orientada a engañar para producir error y provocar la disposición patrimonial perjudicial. Esto, más allá de que la norma de fondo tipificante de la estafa no requiere expresamente, como en otras legislaciones, tal puesta en escena, limitándose a exigir el registro de -entre otros extremos enumerados no taxativamente- calidad simulada o apariencia de bienes, crédito, empresa, etc., culminando la redacción de la norma (art. 172 del C.P.) con un giro por demás amplio o abierto: “o valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”.

6. Respecto de la inidoneidad del ardid para configurar el delito de estafa al que alude la defensa, menester es señalar que a estar por el resultado obtenido (firma del contrato de locación y entrega contemporánea de la máquina) los comportamientos comprensivos de la maniobra fueron por demás efectivos. La defensa pregona sobre el particular que aquella suscripción del documento y disposición patrimonial sólo pudieron verificarse por la negligencia en que incurrió la víctima. Entiendo que el despliegue de actividad engañosa que trascendió a los damnificados, sobrepasando los límites ordinarios de protección. Para ambos casos materia de juzgamiento e impugnación, hago míos los términos de calificada doctrina cuando reza: “Se trata, en el evento, de un sujeto pasivo concebido con el alcance de persona de nivel normal con relación a la órbita donde se desarrolla el engaño y que se ve superado por la propia trama ardidosa del agente” (cfr. Sproviero, Juan H.; “Delitos de Estafas y otras Defraudaciones”, ed. Ábaco, Bs. As., 2° edic., 1998, T° 1, pág.61).

08/03/2018

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